Hay poetas que escriben desde la antesala del pensamiento lógico. Dirigen sus sueños con suavidad hacia la luz del día para evitar que se desvanezcan. Es un proceso muy diferente al de quienes, de modo inverso, desmontan la sintaxis del discurso, fuerzan la lengua y ponen en entredicho la propia expresión. En efecto, son pocos quienes se ven impelidos –intuyo que no por propia voluntad– a recoger, como Mónica Picorel, los pecios del pensamiento en bruto, sin sentir la necesidad de darles una forma racional o convencional:
Como el niño del poeta
he vomitado un gato azul
llovías tanto
estaba tan descalza
que necesité un gato azul.
Mi patria es difícil de explicar.
En una de sus cartas, Keats llamó a esa cualidad «capacidad negativa», es decir, la de aceptar las incertidumbres, misterios y dudas sin sentir la necesidad de remitirse a los hechos o a la razón. La belleza, según él, debe prevalecer sobre cualquier otra consideración o, más bien, la anula. La oscuridad no es en ocasiones sino extrañeza ante lo que, estando a la vista, no hemos aprendido a ver. No debería sorprendernos puesto que el mundo de las cosas tangibles, el que se extiende y despliega a nuestro alrededor, no es un mundo lógico. Una de las posibles funciones del poema consiste en establecer vínculos entre elementos aparentemente inconexos. Revela así regiones de lo real que no pueden decirse de otro modo, en particular aquellas que alimentan los afectos. La perplejidad de quienes no traspasan las fronteras del lenguaje refrendado por el uso no invalida, en cualquier caso, este otro lenguaje sin horma. Sólo él puede decir lo que carece de sentido. ¿De qué otro modo cabe expresar «recuerdo el luto de tu boca / presagio de oración sin templo»?
Vida secreta de nuestros animales,de Mónica Picorel, es un libro amargo y luminoso a un mismo tiempo. Hay un dolor inserto en cada uno los poemas y, sin embargo, las vivencias concretas afloran únicamente al trasluz de la imaginación, un proceso menos restrictivo y más complejo que la razón:
En esta habitación sumergida
en esta casa en vigilia
eres el cepo y la huida
voz del lirio entre juncos
lo que está condenado a no cambiar:
la astucia de la noche
cuando las manos quedan frías.
Es precisamente ese desplazamiento respecto a la percepción ordenada de las cosas el que permite aprehender, no la idea, sino la experiencia en su conjunto, como cuando la figura inaugural del padre –necesario y opresivo– toma la forma de «un animal de dientes y alcohol» durmiendo en una «cocina de hambrunas» que empuja «a nadar hacia otro lugar».
Las formas espontáneas de la imaginación saltan del magma de la semiinconsciencia a la palabra, sin que medie un proceso de racionalización. Por eso mismo comprender la poesía de Picorel consiste justamente en acogerse a ella sin buscar un equivalente lógico, pensar con sus mismas palabras. Versos como los de «La casa del padre» son flores nocturnas que aguardan a lo largo del camino del lector quien, como quería Goethe, para entender el poema ha de adentrase en el país del poema:
La casa del padre era gris
allí dejé los perros
pacificados en su hora de recreo
el disfraz de heroína que me quitabas
con manos de adormidera
y el azafrán que incineraba el mar.
Afuera la noche
se reunía y entraba.
Prólogo a Vida secreta de nuestros animales, Mónica Picorel ( Baile del sol, 2023), Misael Ruiz