La poesía de Teresa Shaw es de una discreción insondable. Tiene un sentido del verso preciso y sus poemas se presentan ante nosotros como seres vivos. Hablan de hechos remotos y, a un mismo tiempo, cercanos. Cabañas en el desierto es un libro en equilibrio inestable entre la contención, la tensión y la reflexión. Lleva las palabras al extremo sin retruécanos y, en la medida de lo imposible, parece prescindir de las palabras.
Sus poemas nos sorprenden una y otra vez, como cuando, nada más comenzar el libro, después de situarnos en el punto inicial del universo -«antes del primer segundo»-, se vuelve inesperadamente hacia el sonido íntimo y familiar de «los suaves cascos del verano» que «descienden ya por el jardín». Si bien sus palabras arrastran a veces una memoria individual, en otras recogen el recuerdo colectivo que se hace extensivo a toda la humanidad. Resuena con una música amarga que se hace eco de la de Celan: «cavamos en los siglos» y «cavamos asomados al pozo».
Quizás uno de los mayores atractivos de Cabañas en el desierto sea su variedad. Cada poema constituye una serie de incursiones en lo inarticulado, como quería T.S. Eliot, cada vez desde un ángulo diferente. Transita desde la mirada personal a un impreciso plural o de la referencia a un lugar y época alejados a la anécdota de una tarde única que, en su despojamiento, se vuelve un hecho transparente y sin tiempo. Las cosas, los acontecimientos, más que en su vivencia cobran consistencia en su evocación por la memoria. De ese modo se comprende que toda cosa transcurre y no transcurre, y «permanece intacta en su pasar».
Es difícil y, en cierto modo, inútil querer exponer su poesía. Cada uno de sus poemas constituye un mundo en sí mismo, que habla y es aquello de lo que habla. ¿Cómo trasladar la belleza de unos versos que nos atraviesan antes de que podamos entenderlos?
Desde los tiempos de la duna
un azul enmarcado
y un pájaro al alcance de nuestro deseo.
Quizás por eso en Teresa Shaw anida el deseo de desprenderse de las palabras y, en una bella conciliación de contrarios, «no ser nada / y permanecer en el camino». Le guía una extraña conciencia intuitiva del lenguaje, una pared en la que reverbera el eco de las cosas, y que es el único modo de acceder a ellas. Las palabras son su alimento, aunque sabe que fue al perderlas cuando echó sus raíces. Es difícil no sentir que esa pérdida es también un descanso: el momento en que aparecen las cosas en toda su presencia como el tibio pelaje del «gato sobre el regazo».
Cabañas en el desierto despliega un mapa mental en el que sitúa, por un lado, las estrellas vencidas por «dilatadas pupilas» y, por otro, la corriente continua que nos alumbra aquí abajo en la ciudad y que enlaza con todo el mal de que somos capaces: el pogromo, los campos, el napalm y la metralla. Queda todo resumido en una bella y espantosa imagen en apariencia inofensiva: «el aire envenenado / y los cuerpos limpios / como niños recién dormidos». Quizás por eso sus pasos, desconfiados y cautelosos («los cascos en vilo», dice, con una imagen para el oído), buscan sin esperanza «ese límite no envilecido» y «la paz de la fronda». Es lógico que exhorte a amar lo que desaparece o, en sutilísima expresión, «la presencia desprendida de sus sombras».
Hay una persistente reticencia a afirmar y a juzgar incluso frente al horror: «el amor no interpreta»; pero se trata de un amor experimentado, no de un amor ya dado, sino un amor perdido que, durante las noches de invierno, es la única certeza. No hay en él amargura sino, al contrario, asombro ante los «pequeños salvajes bienaventurados» que inician la vida sin historia y sin pensamiento.
Prólogo a Cabañas en el desierto, Teresa Shaw (Animal Sospechoso, 2024, 2ª ed.), Misael Ruiz